En el verano de 1989 pasé un mes en Plymouth, hermosa y tranquila ciudad en la costa suroeste de Inglaterra. Fue mi primer viaje al extranjero y aunque su razón fundamental era la de mejorar mi inglés, la experiencia me regaló también numerosas vivencias de enorme valor. Todavía hoy, a pesar del largo tiempo transcurrido, muchos recuerdos en forma de imágenes principalmente, pero también sensaciones, sonidos, olores o sabores, ocupan a veces mi memoria y me transportan allí: la frecuente e intensa lluvia en un mes de julio; la luz de los tempranos amaneceres; en los parques, las diferentes tonalidades de verde en la hierba y en los frondosos árboles servían de fondo a todo tipo de flores de muy variados colores; el sereno silencio de las conversaciones, tan distinto al ruido que suele acompañar a las que mantenemos aquí; el centenario puesto de hamburguesas en el puerto, con aromas de salsas que inundaban el barrio viejo; la parsimonia de las ovejas pastando en los islotes salpicados en el mar…

Durante mi estancia, entre otros lugares de interés, visité un exposición local dedicada a los colonos que en el otoño de 1620 partieron del puerto de Plymouth a bordo del “Mayflower” en busca de una nueva vida en Norteamérica. Era un grupo de personas con deseos de encontrar un lugar donde poder practicar con libertad sus creencias religiosas -de índole protestante puritana- ante la persecución que sufrían todos los que no seguían los postulados de la recién creada Iglesia Anglicana, en la que el monarca era la máxima autoridad. Años antes, huyendo del endurecimiento religioso, ya habían emigrado a Holanda, donde sí pudieron practicar sus creencias en un entorno de tolerancia. A raíz de ello se les denominó los peregrinos. Sin embargo, en el país neerlandés, tras un breve periodo en Ámsterdam, se asentaron en la ciudad de Leiden y pronto empezaron a echar de menos la tranquila vida rural de la zona en la que nacieron y crecieron en su país natal; así que volvieron a Inglaterra a bordo del “Speedwel”, se instalaron en Plymouth y prepararon el viaje definitivo a América, para el que contrataron el “Mayflower”.

El barco partió el 6 de septiembre de 1620 y llegó a América el 9 de noviembre. Arribaron a la costa del actual estado de Massachussets, más al norte de lo que tenían previsto, por lo que pasaron algunas semanas antes de elegir el lugar definitivo en el que establecer su colonia; finalmente lo hicieron el día de Navidad. La incertidumbre de esa primera etapa fue el preludio de un invierno durísimo, en el que bastantes peregrinos fallecieron; no obstante, su situación se estabilizó al llegar la primavera, gracias en gran medida a la ayuda que recibieron de los Wampanoag, pueblo nativo de la zona, quienes se presentaron ante los nuevos colonos y sellaron con ellos una alianza de cooperación. Les enseñaron cómo y qué cultivar, y así, en noviembre de 1621, los peregrinos celebraron, en comunión con los indios norteamericanos, su primera cosecha, festejo considerado el primer Día de Acción de Gracias, que se convertiría desde inicios del siglo XIX en una de las principales festividades en el calendario estadounidense.

A pesar de que en otras áreas de Norteamérica habían existido colonias con anterioridad, la de los peregrinos dio lugar al mito fundacional de Estados Unidos, debido a las grandes vicisitudes por las que tuvieron que pasar y que superaron con decisión, esfuerzo, resistencia, coraje y fe; estos valores y actitudes fueron adoptados como señas de identidad de la joven nación estadounidense por los que lucharon para crear ese nuevo país a finales del siglo XVII. De ahí que los peregrinos sean también llamados los padres fundadores.

En estos días, cuando se cumple el cuarto centenario de la tortuosa travesía atlántica del “Mayflower” y se conmemora el legado de los peregrinos, se ha trabajado para que también tenga cabida el prisma de los pueblos que habitaban las tierras al otro lado del océano desde hacía cientos de años, y que con la llegada de los europeos asistieron tanto a la pérdida progresiva de los lugares en los que siempre habían estado como a la desaparición de su cultura, su lengua, sus costumbres y su forma de vida. A fin de que se genere un diálogo constructivo y respetuoso entre todas las comunidades cuyos antepasados participaron, con suerte dispar, en unos hechos que cambiaron el devenir de la historia, la propia ciudad de Plymouth ha colocado una mega instalación artística en una de sus zonas abiertas al mar. Realizada por tres jóvenes, la obra proyecta el mensaje “No New Worlds” -No Nuevos Mundos- con la intención de hacernos reflexionar sobre el hecho de que, si bien el continente americano era una nueva tierra para los europeos, no lo era en absoluto para los pueblos milenarios que allí habitaban, y que, en un periodo de tiempo relativamente corto, fueron despojados de todo. Dicen sus creadores que el mensaje pretende así mismo hacernos caer en la idea de que no disponemos de otro mundo salvo el nuestro, y que por ello estamos más que obligados a cuidar de él y protegerlo para que las generaciones futuras puedan disfrutarlo en paz.

Sería deseable que, independientemente de que se consideren acertadas y necesarias o no, las revisiones de determinados acontecimientos históricos que se vienen llevando a cabo últimamente sirvieran para cuestionar nuestra forma de vida y así no caer en errores tantas veces cometidos; sabemos, por ejemplo, que zonas vírgenes de la selva amazónica, donde aún perviven tribus indígenas en enclaves naturales de una relevancia trascendental para la vida del planeta, están amenazadas por el insaciable deseo de explotación, consumo y enriquecimiento contemporáneo. El mensaje No hay nuevos mundos, Cuidemos el que habitamos, en línea con lo defendido por el Papa Francisco en su encíclica Laudato Sí, debería extenderse desde la bahía de Plymouth y colonizar -esta desesperada llamada, sí- las diferentes corrientes de pensamiento por las que se rige la sociedad actual.

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